Instrucción vs. Educación

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La razón no actúa instintivamente, sino que requiere entrenamiento e instrucción para ir progresando paulatinamente de un estadio a otro de conocimiento[1].

Kant

La polémica entre defensores de la instrucción y defensores de la educación viene de muy antiguo. Queda ya recogida por Aristóteles cuando, al tratar la cuestión de la educación, dice:

«En nuestra opinión, es de toda evidencia que la ley debe arreglar la educación, y que esta debe ser pública. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser esta educación, y el método que conviene seguir. En general, no están hoy todos conformes acerca de los objetos que debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta. Ni aún se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o a la del corazón. El sistema actual de educación contribuye mucho a hacer difícil la cuestión»[2].

clase secundaria

Sin embargo, es necesario aquí separar el grano de la paja. Muchas veces se entiende esta polémica en términos de «lo uno o lo otro», produciéndose una polémica que es falsa y estéril. Por otro lado, la insistencia del discurso pedagógico dominante en privilegiar la educación y, con ella, la metodología, frente a la instrucción y los contenidos, nos obliga a aclarar un poco lo que deba entenderse por instrucción (educación de la inteligencia) sin que eso signifique que despreciamos la importancia de la educación (del corazón).

La instrucción consiste en la transmisión de conocimientos, esto es de contenidos, que previamente el que enseña ha tenido que hacer propios en un ejercicio de reflexión acerca de lo que sabe, tras cuestionar lo que le genera duda, y que sintetiza con sentido (deduce). Esta transmisión es activa y solo productora de conocimiento cuando el sujeto que recibe la información, activa (ve activado) su propio proceso de conocer; esto es, se plantea la duda y genera en el docente el esfuerzo por explicar lo que no puede ser evidente de antemano para el oyente. Esto es instruir: ejercitar y obligar a ejercitar la razón, dejando de lado la opinión, los prejuicios y los intereses ajenos a la escuela. La instrucción es la base para la autonomía y la libertad, y la única posibilidad de construcción de «lo común», del espacio político, donde los individuos se reconocen como iguales. Es, en definitiva, la condición necesaria que permite la materialización del principio de la isonomía, de la igualdad ante la ley, precisamente por obligar a profesores y alumnos a tratarse únicamente en tanto que seres racionales.

Instruir es provocar la anámnesis o la reminiscencia, una «dinámica de regressus-progressus por la cual se descarta aquello que se daba como cierto para construir la verdad desde la propia razón»[3], que es dialógica, como demuestra Sócrates. Es ayudar a dejar de considerar las «sombras de la caverna» como lo real y verdadero para acceder a la distancia que permite activar el discernimiento, en una salida y entrada constante de esa caverna (familiar, mediática, tecnológica, económica…) en la que siempre se desarrolla nuestra vida y de la que nunca podemos estar seguros del todo de haber salido, de ahí la necesidad del diálogo racional que abra el espacio de la objetividad. Nadie ha aprendido sin que se le formulasen las preguntas adecuadas, y esa es la única motivación que puede llevar a aprender: el despertar de la curiosidad por las preguntas adecuadas, que solo puede hacer el que sabe, porque, antes de todo, tiene «amor por aprender»: el profesor. La función de instruir es la función del profesor.

El concepto de Filomatía

Sánchez Tortosa, a partir de un fragmento de la República («¿y acaso no es lo mismo -proseguí- ser amante del aprender [philomathés] y filósofo?», 376b), propone en su tesis el término filomatía. Destacamos aquí la referencia, que merece la citar por entero:

«para este tipo de excitación de conocimientos basado en los principios gnoseológicos planteado por Platón […] a diferencia de cualquier otro tipo de transmisión de contenidos narrados en base a la autoridad del pasado o a la ilusoria espontaneidad «libre» del niño. El empleo de este término contribuiría a desmarcarse de lo que puede entenderse por educación, a saber, un procero genérico de conducción o guía, término de gran imprecisión y vinculado por partida doble a la etimología de pedagogo (el esclavo que conduce a los niños a la escuela, paralelo exacto del término demagogo, conductor de masas) y de educador; formado a partir de ducere, conducir (duce, führer…). Esta distinción sería una de las caras de la distinción esencial, según la terminología platónica, entre mnémê, que alude a la memoria formal, la que hace posible el conocimiento, aquella que, por racional, no puede venir de afuera o, para ser más precisos, que activa en el sujeto discente una función orgánica trasmitida por código genético, e hypómnésis, que es simple recordatorio de cosas, memoria material, armazón psicológico, conglomerado de subjetividad autista. Al surgir de la capacidad genética para conocer como ser racional, la filomatía implica la libertad, entendida como conocimiento […] Dicho de otro modo, la libertad es aquí entendida en términos positivos como destrucción de los mecanismos que fijan la dependencia del individuo, y como la consiguiente, aunque precaria independencia individual que tal proceso procura. ¿Por qué Filomatía en lugar de Instrucción? La participación activa de la parte racional del sujeto discente-, así como el componente corrosivo de ese proceso, sería el rasgo distintivo que diferencia la Filomatía de la mera instrucción»[4].

Es la filomatía, la excitación de las capacidades racionales del alumno, y solo tiene sentido en base a parámetros intelectuales o técnicos. Lo demás, ni es instruir ni es ser profesor. El ejemplo paradigmático de esta activación de las capacidades racionales se encuentra en el famoso episodio del esclavo de Menón, a quien Sócrates hace «recordar», mediante preguntas sencillas, el teorema de Pitágoras. Y esto a pesar de (o, quizá, gracias a) que el esclavo en cuestión reconoce «no saber nada» de matemáticas.

Normalmente se dice del instruir que es «inculcar» contenidos o pensamientos ya elaborados por el profesor en la mente del alumno, en una suerte de poderoso proceso de implantación de ideas que, además, es ejercicio del autoritarismo del que sabe frente al que está en proceso de saber. De lo que hemos explicado anteriormente, para el que quiera entender, no se deduce nada parecido, sino todo lo contrario: guiar a través de la pregunta, hacer de la instrucción un proceso mayéutico es básicamente «amar», como diría Platón; es cuidado y protección en el sentido más pleno, porque es fomentar la imaginación a través del concepto, del ejercicio de la teoría; es dar alas al espíritu del que aprende para que obtenga sus propias conclusiones.

De hecho, la instrucción debe ser un proceso polarizado y desigual. Es necesario entenderlo como artificial, porque permite el desarrollo natural de las facultades racionales del que aprende y del que instruye, pero al fin y al cabo se debe interferir en la trayectoria vital. Instruir es, por tanto, geometrizar la educación, no vaciarla de obstáculos y de referencias. Significa tomarse en serio la advertencia de Platón de no dejar entrar en la academia a quien no geometrizara.

Frente al educar, que es «acompañar», en la instrucción (entendida como filomatía) aprender requiere la existencia de resistencias de distinto nivel que se deben identificar en su funcionamiento o función, y superar o «aprehender» (hacerse con ellos). Es necesario comprender que «para la construcción del pensamiento científico, y en esto consiste ilustrar, la experiencia concreta, real, natural e inmediata, constituye un obstáculo epistemológico»[5] y que ese es el único camino que tenemos para acceder, mal que bien, a cierta objetividad como garantía contra el adoctrinamiento ideológico. El profesor, en tanto que plantea preguntas desde un saber especializado, es un obstáculo en sí mismo para el alumno, acostumbrado a su experiencia inmediata y a la incuestionabilidad de sus opiniones. Lo es, entonces, por su relación intelectual, y no afectiva o psicológica con el alumno (en esto insistiremos más tarde). La didáctica es precisamente el arte, que cada profesor cultiva a su manera desde la reflexión sobre su práctica y la profundización en su materia, de vencer ese obstáculo que impide al alumno la comprensión y apropiación del saber que se pretende transmitir. Pero también hay que tener en cuenta que «el contexto político, la ideología, normalmente institucionalizada, configuran un obstáculo en sí mismo para la construcción científica [geométrica] de nuestra forma de pensar»[6]. Una vez más, la vieja lucha, la de Platón contra los poetas que configuran la caverna.

En Cinco memorias sobre la instrucción pública, el Marqués de Condorcet, defiende la instrucción como la única función de la escuela pública, siendo esta la base para la educación cívica, que no le corresponde impartir, en tanto que «civismo» es ejercicio crítico de la razón. En la primera de las memorias lo expresa con claridad meridiana:

«El fin de la instrucción no es que los hombres admiren sin más una legislación ya hecha, sino capacitarles para enjuiciarla y corregirla. No se trata de someter cada generación a las opiniones y a la voluntad de la generación anterior, sino de instruirlas cada vez más, con el fin de que cada uno se haga cada vez más digno de gobernarse con su propia razón».

Ahora bien, para que no esté infiltrada, para que la instrucción cumpla su cometido, la escuela debe enseñar a razonar únicamente desde el punto de vista de los derechos (el ejercicio de la razón es la garantía de la igualdad y de la libertad) y no de la sociedad y sus intereses[7]. Este y el de Kant (Qué es Ilustración y Pedagogía), son los planteamientos ilustrados sobre la instrucción que se han dejado de lado o se han malinterpretado históricamente, aunque filósofos como Marx desarrollan sus planteamientos acerca de la escuela en esta línea.

El discurso pedagógico posmoderno que pone la educación por encima de la instrucción hunde sus raíces en las partes menos sostenibles y más ideológicas del Emilio de Rousseau y de los Pensamientos sobre educación de Locke y viene a defender la idea de que puesto que la naturaleza humana es diversa en sus capacidades, hay que asumir que las desigualdades son las que son por naturaleza y que es labor de la escuela integrarlas y buscar los itinerarios que lleven a los individuos a su lugar natural social.


[1] I. Kant, Ideas para una historia en clave cosmopolita. Madrid, Tecnos, p. 97.

[2] Política, VIII, 2.

[3] J. Sánchez Tortosa, El formalismo pedagógico, cit., p. 13.

[4] El formalismo pedagógico, cit, pp. 13-14. Desde luego, este «amor por aprender», como componente esencial de la independencia civil imprescindible para cualquier democracia política, queda muy lejos del «apetito por la educación y la formación a lo largo de toda la vida» que demandaba la Comisión Europea.

[5] G. Bachelard, La formación del espíritu científico, México, Siglo XXI de Mexico, 2004, p. 7

[6] Ibid, p. 8.

[7] M. Eliard, Corporativismo vs democracia política, Madrid, Edita POSI, 2008, p. 29.

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